Cuando te conocí, tu cuerpo era como
hielo. Frío, duro y congelado. Sólido. Cuando te conocí usabas un
solo nombre y eras siempre la misma persona. Siempre vestías esos
jeans, esos tenis y esas playeras de marca con el estúpido
cocodrilito. Tu cabello siempre estaba corto y tenías bigote. No
mucho, porque teníamos diecisiete años, pero algo de pelusilla ya
te salía.
No te caí nada bien, aunque ahora
digas lo contrario. Recuerdo que me miraste y frunciste el ceño.
Estábamos en el último año de prepa y nos había tocado juntos. Yo
era el chico nuevo de la clase, recién llegado al DF después de
haber hecho los dos primeros años en una prepa de Cancún.
Todos me miraron ese primer día. Tú
probablemente más que todos. Y sus miradas no fueron de bienvenida,
no fueron cálidas. En esa escuela de niños ricos, yo me notaba más
bien distinto. Me sentía fuera de lugar. Era de piel morena, de
cabello negro y largo, lacio y grueso. Tenía un bonito bronceado que
allí, en esa escuela de niños güeros y blancos, era como tener un
letrero en la cara que dijera “Jódanme”.
Me tocó sentarme delante de ti. Fue
horrible. En la clase de inglés no dejaste de burlarte de mi acento.
No dejaste de burlarte con tus amigos de cómo me veía, de cómo me
vestía. Y cómo no ibas a hacerlo, si me llamaba Juan y había
llegado con falda.
Y llegué con falda porque quería,
porque había luchado para poder usarla sin miedo. Así me presenté:
“Me llamo Juan, uso faldas, tengo aretes, así soy”. En parte, me
había mudado para poder empezar un tratamiento de reemplazo
hormonal. Llevaba ya casi dos años con bloqueadores hormonales y eso
me hacía lucir como un niño al que la pubertad no le llegaba y sólo
se ponía gordito.
Pero también me mudé a México
porque la vida en Cancún resultó imposible cuando anuncié que era
una chica trans en mi vieja escuela. Mis amigos me dejaron de hablar,
mi novia no sólo se enojó sino que comenzó a decir cosas infames
de mí. Supongo que al menos entiendo que a ella le doliera aunque
decir lo que dijo de mí... eso no tuvo madre.
El primer mes fue un infierno. Luego
ya simplemente no me importó. Un día, sin más, llegué con aretes.
Ese día volví a mi casa con las orejas rotas, los ojos morados y un
enojo que no pude sacar de mí. Ese día mis padres decidieron que
nos mudábamos. Y así fue que acabé en tu escuela.
Allí empecé con falda. Nada de
empezar diciendo que era algo que no era. Lo más difícil era ir al
baño. Siempre iba al baño de la sala de maestros porque a nadie le
gustaba que entrara al baño de niños o de niñas.
Supongo que ahora que han pasado
tantos años acordarme de esa historia es casi ocioso. Pero no puedo
evitar la memoria. Ya no me llamo Juan. Pero tampoco me llamo Flor.
No pude vivir en ese nombre como tampoco pude vivir en el primero.
Claro que, al principio, estaba muy contenta cuando, a mitad de año,
empecé a tener busto y a usar sostén. Les dije que ahora me
llamaran Flor.
Ninguno lo hizo. Simplemente se
burlaron. Me seguían llamando Juan pero ahora con adjetivos
hirientes. Tú no. Eso sí lo admito. Tú sólo te reías. Tú, que
en ese entonces te llamabas Mikael. Con ese nombre fantoche que a
tantas les gustaba. Y es que eras lindo, eso sí.
Ahora ya no nos llamamos así. Ni
Juan, ni Flor, ni Mikael. Me quedé, al final, con el nombre más
hippie que se me ocurrió. Tú creías que estaba bromeando cuando te
dije cómo me iba a llamar. Pero no bromeaba. Lo escogí por aquella
vez que me dijiste que yo había comenzado una revolución en tus
pantalones, que yo diluía la indisciplinaria certeza de lo que te
hacía ser tú. Era una clase de química y me dijiste que yo era un
anfótero como el agua, capaz de ser ácido y base, capaz de
disolverlo todo.
Por eso ahora me llamo Agua. A todos
les parece desquiciado. A ti también, yo lo sé. Pero a mí me
parece un nombre perfecto. Perfecto porque yo fui tu burla y luego
fui tu amigo. Luego fui tu amiga. Tu novia. Y luego, simplemente, fui
yo y estuve contigo y en las palabras ya no cabía. Como un fluido,
tomé mil formas, me adaptaba siempre, pero al final simplemente
desbordaba todo, me desparramaba y volvía a ser.
Nos volvimos amigos el día que
tuvimos que hacer un trabajo en tu casa. Tus padres me trataron tan
sorprendentemente bien que hasta pensé que te habían adoptado.
Hasta ese día habías sido un patán. Pero ese día hablamos y
hablamos y hablamos. Nos hicimos amigos.
Empezaste a protegerme. Y como eras
el más popular, el más alto, el más guapo, el más fuerte, el más
rico, el más todo... pues lo perdiste todo y te quedaste sin amigos
en tan sólo dos días. Te uniste a mi miseria, a mis enojos, a mis
dolores por los golpes. Ni modo. Ni la clase social te protege de
todo.
Primero comenzó con un “dejen en
paz a Juan, si él quiere usar falda, es su pedo”. Luego me dijiste
“Flor” y nos hicimos más cercanos. Me besaste y aquello fue
raro. Nos gritaban putos y tú no sabías si lo éramos, yo te decía
que no pero tú te quedabas callado.
Hasta allí llegó la cortesía de
tus padres. Y con la cortesía se fue la universidad privada y
tuvimos que irnos a la pública. Ahí había pensado en estudiar pero
tú no. Para ti aquello fue un choque de mundos. Lo que tú eras
estaba más ajeno a Ciudad Universitaria que lo que yo era. Curioso
mundo, las clases pueden ser más exóticas que los cuerpos trans.
Terminaste viviendo conmigo y con mis
padres en nuestra casa. No era como la tuya pero no estaba mal. Cada
uno tomó un trabajo y comenzó a estudiar. Yo, en el cliché, entré
a psicología. Tú, en el cliché, a derecho.
Siempre decías que tenías novia
pero el día en que me vieron todos los que te hablaban te retiraron
el saludo. Allí fue cuando te cambiaste a la Facultad de Artes y
Diseño de Xochimilco. Si no fuera porque vivíamos juntos, quizás
nos habríamos separado. Pero allí fuiste más feliz y, por un
tiempo, casi parecíamos una pareja heterosexual. Sin embargo, a la
mitad de la carrera, yo me volví Agua. Nunca había odiado mi
cuerpo, era una mujer trans pero no quería operarme, mi cuerpo me
gustaba y me gusta así como es.
Gracias a la carrera, entendí que no
todos tenemos el mismo relato. Que cada vida trans es un universo,
que cada uno es una gota de lluvia, similar, pero no idéntica, a las
otras. Aprendí que las soledades se viven en masa, que las gotas no
se tocan, y que los gentíos son torrentes de historias.
Y cuando parecía que nuestra
historia estaba clara, que tú eras tú y que yo era yo y que no
éramos ni hetero ni homo ni nada sino simplemente pareja, fue allí
cuando comenzó tu propio relato. Debo admitir que no lo vi venir.
Uno supondría que habría puesto
atención a tus genitales. Uno supondría que yo, de entre todos los
posibles, habría puesto atención al cuerpo del otro. Pero no. Las
cegueras se comparten y se proyectan. Incluso las vivencias de años
pueden hacernos absolutamente ciegos a lo obvio.
No sé si fue el destino el que nos
conociéramos. Es poco probable. Mas no imagino a ninguna otra pareja
más perfecta que la nuestra. Ahora, cuando salimos a la calle, nos
insultan con timidez porque no saben qué somos, nos insultan casi en
silencio porque no están seguros de si el insulto nos resulta
pertinente.
“¡Maricones!... ¿Lesbianas...?”...
nos dicen con un tono que se desinfla y pierde seguridad mientras va
encontrándonos la mirada. Agua y Soledad. Quién es quién, qué es
cada quién. Yo me encontré siendo trans y simplemente trans. Tú,
que habías sido mi novio, eres ahora mi novia. Tú, que te tardaste
años en atreverte a decirme.
Y finalmente miré, y miré con
atención. Habíamos tenido sexo y habíamos tenido sexo anal contigo
con el rol de pasivo. Nunca nos sentamos a discutirlo porque no era
lo más común. Lo común era que tú tuvieras un rol activo aunque
siempre me evitabas la mirada cuando nos masturbaba juntos y mi pene
era mucho más grande que el tuyo. Nadie nunca dijo nada, ya era todo
bastante complicado con las preguntas de afuera.
Por eso nunca jamás me detuve a
mirar tu cuerpo. Ese cuerpo tuyo que me parecía tan duro, tan
sólido, tan rígido en sus formas. Congelado en la fijeza de una
masculinidad ejercitada y hermosa. Y, sin embargo, ahora que te veía
encontraba de pronto una fluidez que no sabía que tenías.
Tu cuerpo se derretía en ríos
imperiosos que arrasaban la cartografía de un deseo que te había
pensando en masculino. Tu cuerpo goteaba poco a poco la solidez de
sus formas. Tu cuerpo menstruaba y tú lo escondías como lo habías
hecho ya por diez años. Y nunca lo noté, nunca jamás me percaté
de ello porque estaba mirando mi cuerpo, ensimismado en mis cambios,
ausente en los tuyos.
Y miré. Y cuando miré te volví a
amar y cuando tu nombre fue otro y fuiste Soledad te volví a amar.
Cuando supe que tu cuerpo había sido para ti el misterio que para mí
había sido mi sentimiento. Para ti, tu cuerpo había sido siempre un
secreto del que nada sabías. Para mí, mi mente escondía un
acertijo acerca de quién era.
Decidiste que serías quien habías
sido de niña, hasta los seis años, cuando tus padres habían
decidido cambiarte a una vida que no había sido tuya. Llegaste a un
cuarto, a un cuerpo, a una escuela, a un nombre, que no habían sido
tuyos. Irrumpieron en tu memoria y sustrajeron la primera infancia.
Pero ahora ésta retornaba. No sé si
fui yo. Por algún tiempo lo pensé, casi al punto de enojarme.
Llegué a pensar que retornabas a una identidad femenina porque yo no
había sabido ocuparla plenamente, porque yo no había sabido
retirarme de tu masculinidad. Sentí, por algún tiempo, cierta
rabia, aunque te amaba, porque tu cuerpo era un espejo de mi mente.
Porque tu cuerpo me regresaba el
masculino que había querido borrar. Porque tu cuerpo me negaba el
femenino incipiente de mis senos y caderas cuando te penetraba en esa
vagina que por años ignoré que tenías. Al final el sexo vaginal no
fue para nosotros, lo hicimos tres veces y no te gustó nada.
Con los dildos, la historia fue
distinta. A ti te gustaban, a mí también, y nos gustaba ponerlos
aquí y allá y darnos la vuelta y enredarnos en ellos. Éramos dos
cuerpos en flujo que se penetraban mutuamente sin necesidad de
genitales.
Tu cabello creció y te volviste una
enorme rubia de anchos hombros y pechos pequeños. Mi cabello se
recortó pero los pechos, más grandes, se quedaron. Comenzaste a
usar aretes y yo te regale los míos y me quedé con dos pequeños
piercings.
Nos fuimos a vivir solas. Algunos
días éramos lesbianas, otros más, éramos hombre y mujer aunque no
siempre el mismo hombre y la misma mujer, a veces, incluso, éramos
gays. Y nuestro amor no tenía nombre porque tu cuerpo desdibujó al
mío y lo reinscribió en el ensueño de una transexualidad enamorada
de una intersexualidad gozosa.
Y mi identidad se comió a la tuya y
el hombre que fuiste y la niña que entre sueños recordabas se
fusionaron en una mujer que dejó de sentir que le debía a su cuerpo
una resolución, un colapso en una forma, un congelamiento del deseo.
Querida Soledad, déjame decirte, que
somos niños de agua porque cuando hacemos el amor, el amor nos
deshace, el amor nos rehace, el amor nos calienta y nos derrite, el
amor nos escurre y mutuamente nos escurrimos la una en la otra, el
uno en el otro. Tu cuerpo y el mío, tan complementarios en su mutua
coherencia, tan complementarios en su mutua incoherencia. Mi deseo,
mi nombre, mi sentido de ser, todo ello se fuga, siempre, cuando te
beso, y cuando vuelven, vuelven distinto y así, en esa novedad
recurrente, nos reencontramos para amarnos de nuevo.
Los demás no lo entienden. No lo
entendieron tus amigos, no lo entendieron tus padres, no lo
entendieron en Derecho, no lo entendí yo misma, y tampoco tú lo
entendías. Y no sé si hoy entendemos, a cabalidad, lo que somos.
Pero ya no me importa. Y a ti no te importa.
Y, sin embargo, si escogí llamarme
Agua, tu escogiste Soledad. Yo quise ser más que uno, sin ser dos;
quise estar más allá. Tú, creciste temiendo a ser dos, aspirando a
ser uno, pero cuál y por qué; y sólo cuando fuiste dos, cuando
fuiste conmigo, pudiste dejar de ser uno. En nuestro amor, las dos
somos felices, los cuatro somos felices, los infinitos se tocan y se
aman y son felices.
Pero tú escogiste Soledad. Quizás
porque querías, incluso después de tantos años, estar a solas
contigo y sin un otro que, a cada instante, irrumpiera en tu carne. Y
con los años el amor no fue suficiente y la Soledad nos fue
devorando.
Y hoy, hoy que me dices que te vas.
Hoy que me has anunciado que regresas a ser Mikael, que has decidido
terminar la carrera de derecho, abandonar una brillante carrera de
pintora. Hoy, con esa fulminante nota que me has dejado en el
pizarrón de la cocina, hoy me quedó congelado.
Somos niñas de agua, somos fluidez.
Soñamos incluso con tener hijos, con tu embarazo y con la
posibilidad de ser un poco más en este infinito de cuerpos. Y así,
con todos esos sueños, con todos estos años, así te vas, sin
decirme nada. Te vuelves Mikael.
Y yo, me quedo aquí, y me congelo en
el llanto de perderte. Y me resquebrajo con el calor de las lágrimas.
Y te digo que Juan te extraña, que Flor te extraña, que Agua te
extraña. Que Juan va a extrañar el sexo anal que tuvieron, con tu
pequeña pero poderosa verga. Que Flor va a extrañar los juegos con
dildos en los que te amarraba y te penetraba dos veces, en los que la
lengua y el látex lo eran todo. Y Agua se deshace en llanto porque
su cuerpo se siente más frío, más solo, más duro y rígido, hecho
hielo.
Me has dejado tus cuadros, la ropa de
mujer, las fotos, las cartas, toda la vida juntas, toda ella me la
has dejado. Te has llevado lápices, plumas, computadora, licuadora,
microondas, televisión y ya. Apenas ayer sonreíamos, celebrando
diez años de ser niñas de agua. ¿Qué pasó? ¿Por qué te has
ido?
Nadie, nunca, fue como nosotros. A
quién amará Mikael, con quién será tan radicalmente libre. ¿Y
por qué estoy escribiendo esto si no vas a leerlo? ¿Por qué te
cuento nuestra vida si has deseado olvidarla? Intenté llamarte, no
hubo respuesta.
Está sonando el teléfono... voy a
contestar. Sé que al descolgar la bocina, de mis infinitos, no
quedará nada. Uno contestará el teléfono... Cuando vuelva sólo
ese Uno firmará esta carta. Soledad... Mikael... lo que más me
duele es que te llevaste mi incoherencia.
*NOTA: Había olvidado que escribí este cuento. Supongo que es de esa época en la cual la persona que soy hoy era meramente una fantasía.