Es Sabido del Hombre
La estrechez de los mares
La amplitud de sus Ojos
Coincidencias con Dios!

martes, 8 de febrero de 2022

De menos

Sabes, echo de menos que por las mañanas me digas te quiero
o, de menos, que te nazca mirarme y sonreír sólo por el gusto de hacerlo.
Habito en el anhelo de que un abrazo brotará espontáneo
de tus brazos
o quizás que tus labios me regalen un beso
que yo no estaba esperando
pero que me encuentra mañanera y cocinando.

Sabes, echo de menos no tener este miedo
de cansarme de tanto estar cansada
de tu cansancio.
Habito en el anhelo de no despertar un día agradeciendo
que todo esto fue solamente un sueño.

Me preocupa salir a buscarte en las palabras y los versos
porque nuestros cuerpos se extraviaron en la infinita cercanía
de una intimidad cansada
donde sólo el grito y el resople reconocen la presencia ajena.

Me preocupa que no sea mi corazón el que te siente
sino aquel doloroso nudo en la espalda
que me grita todo el tiempo que estoy rota.

Me preocupa que se apague la luz que nace en mis ojos al mirarte
asfixiada también ella
por mi comer compulso, por mi tragar ansioso,
que no reemplazan tampoco mi anorexia de afectos.

Sabes, echo de menos la esperanza, aquella irresponsable esperanza,
de quien se atreve a decir que ama.

Sabes, echo de menos el no echarnos de menos...



lunes, 1 de febrero de 2021

Destejida

 Tengo miedo de abrir la boca

y que mis gritos acallen el mundo.

Tengo miedo de abrir los ojos

y que mis lágrimas disuelvan el sueño.

Tengo miedo de este momento punzante 

que desteje mis coherencia. 

Evanescencia

He transitado océanos

de diferencias que he llorado.

Por ello quizás hoy la muerte

me encuentre más temprano.

Sólo así pude encontrar la vida.


viernes, 30 de noviembre de 2018

Es Derrota.


Es derrota que le pese mi cariño
       a quien quiero.
Que le pese mi presencia
       a quien procuro.
Que le estorben estos sueños
       a quien estimo.
Más derrota es sin embargo encarcelar
       tu anhelo.
Más derrota es sin embargo silenciar
       tu propio sueño.

sábado, 20 de enero de 2018

Me Dueles Tú

Me dueles tú,
allá, lejos, en la distancia
me dueles tú.

Cual moretón de afectos,
me dueles tú.

Tú y tu sonrisa hermosa
y esa risa airosa
de quien es feliz.

Me dueles por la infinita ausencia,
por mi infinito anhelo,
de tomarte en brazos,
de hacerte feliz.

Cual forclusión de orgasmos,
como panteón de besos,
así me dueles tú.

Sufro lastimera.
Qué más quisiera, niña,
que ser la promesa
de tu gran amor.

De florecer contigo,
de encontrar contigo,
de entregarte a ti,
esta mujer que soy.


lunes, 4 de diciembre de 2017

Niños de Agua

Cuando te conocí, tu cuerpo era como hielo. Frío, duro y congelado. Sólido. Cuando te conocí usabas un solo nombre y eras siempre la misma persona. Siempre vestías esos jeans, esos tenis y esas playeras de marca con el estúpido cocodrilito. Tu cabello siempre estaba corto y tenías bigote. No mucho, porque teníamos diecisiete años, pero algo de pelusilla ya te salía.
No te caí nada bien, aunque ahora digas lo contrario. Recuerdo que me miraste y frunciste el ceño. Estábamos en el último año de prepa y nos había tocado juntos. Yo era el chico nuevo de la clase, recién llegado al DF después de haber hecho los dos primeros años en una prepa de Cancún.
Todos me miraron ese primer día. Tú probablemente más que todos. Y sus miradas no fueron de bienvenida, no fueron cálidas. En esa escuela de niños ricos, yo me notaba más bien distinto. Me sentía fuera de lugar. Era de piel morena, de cabello negro y largo, lacio y grueso. Tenía un bonito bronceado que allí, en esa escuela de niños güeros y blancos, era como tener un letrero en la cara que dijera “Jódanme”.
Me tocó sentarme delante de ti. Fue horrible. En la clase de inglés no dejaste de burlarte de mi acento. No dejaste de burlarte con tus amigos de cómo me veía, de cómo me vestía. Y cómo no ibas a hacerlo, si me llamaba Juan y había llegado con falda.
Y llegué con falda porque quería, porque había luchado para poder usarla sin miedo. Así me presenté: “Me llamo Juan, uso faldas, tengo aretes, así soy”. En parte, me había mudado para poder empezar un tratamiento de reemplazo hormonal. Llevaba ya casi dos años con bloqueadores hormonales y eso me hacía lucir como un niño al que la pubertad no le llegaba y sólo se ponía gordito.
Pero también me mudé a México porque la vida en Cancún resultó imposible cuando anuncié que era una chica trans en mi vieja escuela. Mis amigos me dejaron de hablar, mi novia no sólo se enojó sino que comenzó a decir cosas infames de mí. Supongo que al menos entiendo que a ella le doliera aunque decir lo que dijo de mí... eso no tuvo madre.
El primer mes fue un infierno. Luego ya simplemente no me importó. Un día, sin más, llegué con aretes. Ese día volví a mi casa con las orejas rotas, los ojos morados y un enojo que no pude sacar de mí. Ese día mis padres decidieron que nos mudábamos. Y así fue que acabé en tu escuela.
Allí empecé con falda. Nada de empezar diciendo que era algo que no era. Lo más difícil era ir al baño. Siempre iba al baño de la sala de maestros porque a nadie le gustaba que entrara al baño de niños o de niñas.
Supongo que ahora que han pasado tantos años acordarme de esa historia es casi ocioso. Pero no puedo evitar la memoria. Ya no me llamo Juan. Pero tampoco me llamo Flor. No pude vivir en ese nombre como tampoco pude vivir en el primero. Claro que, al principio, estaba muy contenta cuando, a mitad de año, empecé a tener busto y a usar sostén. Les dije que ahora me llamaran Flor.
Ninguno lo hizo. Simplemente se burlaron. Me seguían llamando Juan pero ahora con adjetivos hirientes. Tú no. Eso sí lo admito. Tú sólo te reías. Tú, que en ese entonces te llamabas Mikael. Con ese nombre fantoche que a tantas les gustaba. Y es que eras lindo, eso sí.
Ahora ya no nos llamamos así. Ni Juan, ni Flor, ni Mikael. Me quedé, al final, con el nombre más hippie que se me ocurrió. Tú creías que estaba bromeando cuando te dije cómo me iba a llamar. Pero no bromeaba. Lo escogí por aquella vez que me dijiste que yo había comenzado una revolución en tus pantalones, que yo diluía la indisciplinaria certeza de lo que te hacía ser tú. Era una clase de química y me dijiste que yo era un anfótero como el agua, capaz de ser ácido y base, capaz de disolverlo todo.
Por eso ahora me llamo Agua. A todos les parece desquiciado. A ti también, yo lo sé. Pero a mí me parece un nombre perfecto. Perfecto porque yo fui tu burla y luego fui tu amigo. Luego fui tu amiga. Tu novia. Y luego, simplemente, fui yo y estuve contigo y en las palabras ya no cabía. Como un fluido, tomé mil formas, me adaptaba siempre, pero al final simplemente desbordaba todo, me desparramaba y volvía a ser.
Nos volvimos amigos el día que tuvimos que hacer un trabajo en tu casa. Tus padres me trataron tan sorprendentemente bien que hasta pensé que te habían adoptado. Hasta ese día habías sido un patán. Pero ese día hablamos y hablamos y hablamos. Nos hicimos amigos.
Empezaste a protegerme. Y como eras el más popular, el más alto, el más guapo, el más fuerte, el más rico, el más todo... pues lo perdiste todo y te quedaste sin amigos en tan sólo dos días. Te uniste a mi miseria, a mis enojos, a mis dolores por los golpes. Ni modo. Ni la clase social te protege de todo.
Primero comenzó con un “dejen en paz a Juan, si él quiere usar falda, es su pedo”. Luego me dijiste “Flor” y nos hicimos más cercanos. Me besaste y aquello fue raro. Nos gritaban putos y tú no sabías si lo éramos, yo te decía que no pero tú te quedabas callado.
Hasta allí llegó la cortesía de tus padres. Y con la cortesía se fue la universidad privada y tuvimos que irnos a la pública. Ahí había pensado en estudiar pero tú no. Para ti aquello fue un choque de mundos. Lo que tú eras estaba más ajeno a Ciudad Universitaria que lo que yo era. Curioso mundo, las clases pueden ser más exóticas que los cuerpos trans.
Terminaste viviendo conmigo y con mis padres en nuestra casa. No era como la tuya pero no estaba mal. Cada uno tomó un trabajo y comenzó a estudiar. Yo, en el cliché, entré a psicología. Tú, en el cliché, a derecho.
Siempre decías que tenías novia pero el día en que me vieron todos los que te hablaban te retiraron el saludo. Allí fue cuando te cambiaste a la Facultad de Artes y Diseño de Xochimilco. Si no fuera porque vivíamos juntos, quizás nos habríamos separado. Pero allí fuiste más feliz y, por un tiempo, casi parecíamos una pareja heterosexual. Sin embargo, a la mitad de la carrera, yo me volví Agua. Nunca había odiado mi cuerpo, era una mujer trans pero no quería operarme, mi cuerpo me gustaba y me gusta así como es.
Gracias a la carrera, entendí que no todos tenemos el mismo relato. Que cada vida trans es un universo, que cada uno es una gota de lluvia, similar, pero no idéntica, a las otras. Aprendí que las soledades se viven en masa, que las gotas no se tocan, y que los gentíos son torrentes de historias.
Y cuando parecía que nuestra historia estaba clara, que tú eras tú y que yo era yo y que no éramos ni hetero ni homo ni nada sino simplemente pareja, fue allí cuando comenzó tu propio relato. Debo admitir que no lo vi venir.
Uno supondría que habría puesto atención a tus genitales. Uno supondría que yo, de entre todos los posibles, habría puesto atención al cuerpo del otro. Pero no. Las cegueras se comparten y se proyectan. Incluso las vivencias de años pueden hacernos absolutamente ciegos a lo obvio.
No sé si fue el destino el que nos conociéramos. Es poco probable. Mas no imagino a ninguna otra pareja más perfecta que la nuestra. Ahora, cuando salimos a la calle, nos insultan con timidez porque no saben qué somos, nos insultan casi en silencio porque no están seguros de si el insulto nos resulta pertinente.
“¡Maricones!... ¿Lesbianas...?”... nos dicen con un tono que se desinfla y pierde seguridad mientras va encontrándonos la mirada. Agua y Soledad. Quién es quién, qué es cada quién. Yo me encontré siendo trans y simplemente trans. Tú, que habías sido mi novio, eres ahora mi novia. Tú, que te tardaste años en atreverte a decirme.
Y finalmente miré, y miré con atención. Habíamos tenido sexo y habíamos tenido sexo anal contigo con el rol de pasivo. Nunca nos sentamos a discutirlo porque no era lo más común. Lo común era que tú tuvieras un rol activo aunque siempre me evitabas la mirada cuando nos masturbaba juntos y mi pene era mucho más grande que el tuyo. Nadie nunca dijo nada, ya era todo bastante complicado con las preguntas de afuera.
Por eso nunca jamás me detuve a mirar tu cuerpo. Ese cuerpo tuyo que me parecía tan duro, tan sólido, tan rígido en sus formas. Congelado en la fijeza de una masculinidad ejercitada y hermosa. Y, sin embargo, ahora que te veía encontraba de pronto una fluidez que no sabía que tenías.
Tu cuerpo se derretía en ríos imperiosos que arrasaban la cartografía de un deseo que te había pensando en masculino. Tu cuerpo goteaba poco a poco la solidez de sus formas. Tu cuerpo menstruaba y tú lo escondías como lo habías hecho ya por diez años. Y nunca lo noté, nunca jamás me percaté de ello porque estaba mirando mi cuerpo, ensimismado en mis cambios, ausente en los tuyos.
Y miré. Y cuando miré te volví a amar y cuando tu nombre fue otro y fuiste Soledad te volví a amar. Cuando supe que tu cuerpo había sido para ti el misterio que para mí había sido mi sentimiento. Para ti, tu cuerpo había sido siempre un secreto del que nada sabías. Para mí, mi mente escondía un acertijo acerca de quién era.
Decidiste que serías quien habías sido de niña, hasta los seis años, cuando tus padres habían decidido cambiarte a una vida que no había sido tuya. Llegaste a un cuarto, a un cuerpo, a una escuela, a un nombre, que no habían sido tuyos. Irrumpieron en tu memoria y sustrajeron la primera infancia.
Pero ahora ésta retornaba. No sé si fui yo. Por algún tiempo lo pensé, casi al punto de enojarme. Llegué a pensar que retornabas a una identidad femenina porque yo no había sabido ocuparla plenamente, porque yo no había sabido retirarme de tu masculinidad. Sentí, por algún tiempo, cierta rabia, aunque te amaba, porque tu cuerpo era un espejo de mi mente.
Porque tu cuerpo me regresaba el masculino que había querido borrar. Porque tu cuerpo me negaba el femenino incipiente de mis senos y caderas cuando te penetraba en esa vagina que por años ignoré que tenías. Al final el sexo vaginal no fue para nosotros, lo hicimos tres veces y no te gustó nada.
Con los dildos, la historia fue distinta. A ti te gustaban, a mí también, y nos gustaba ponerlos aquí y allá y darnos la vuelta y enredarnos en ellos. Éramos dos cuerpos en flujo que se penetraban mutuamente sin necesidad de genitales.
Tu cabello creció y te volviste una enorme rubia de anchos hombros y pechos pequeños. Mi cabello se recortó pero los pechos, más grandes, se quedaron. Comenzaste a usar aretes y yo te regale los míos y me quedé con dos pequeños piercings.
Nos fuimos a vivir solas. Algunos días éramos lesbianas, otros más, éramos hombre y mujer aunque no siempre el mismo hombre y la misma mujer, a veces, incluso, éramos gays. Y nuestro amor no tenía nombre porque tu cuerpo desdibujó al mío y lo reinscribió en el ensueño de una transexualidad enamorada de una intersexualidad gozosa.
Y mi identidad se comió a la tuya y el hombre que fuiste y la niña que entre sueños recordabas se fusionaron en una mujer que dejó de sentir que le debía a su cuerpo una resolución, un colapso en una forma, un congelamiento del deseo.
Querida Soledad, déjame decirte, que somos niños de agua porque cuando hacemos el amor, el amor nos deshace, el amor nos rehace, el amor nos calienta y nos derrite, el amor nos escurre y mutuamente nos escurrimos la una en la otra, el uno en el otro. Tu cuerpo y el mío, tan complementarios en su mutua coherencia, tan complementarios en su mutua incoherencia. Mi deseo, mi nombre, mi sentido de ser, todo ello se fuga, siempre, cuando te beso, y cuando vuelven, vuelven distinto y así, en esa novedad recurrente, nos reencontramos para amarnos de nuevo.
Los demás no lo entienden. No lo entendieron tus amigos, no lo entendieron tus padres, no lo entendieron en Derecho, no lo entendí yo misma, y tampoco tú lo entendías. Y no sé si hoy entendemos, a cabalidad, lo que somos. Pero ya no me importa. Y a ti no te importa.
Y, sin embargo, si escogí llamarme Agua, tu escogiste Soledad. Yo quise ser más que uno, sin ser dos; quise estar más allá. Tú, creciste temiendo a ser dos, aspirando a ser uno, pero cuál y por qué; y sólo cuando fuiste dos, cuando fuiste conmigo, pudiste dejar de ser uno. En nuestro amor, las dos somos felices, los cuatro somos felices, los infinitos se tocan y se aman y son felices.
Pero tú escogiste Soledad. Quizás porque querías, incluso después de tantos años, estar a solas contigo y sin un otro que, a cada instante, irrumpiera en tu carne. Y con los años el amor no fue suficiente y la Soledad nos fue devorando.
Y hoy, hoy que me dices que te vas. Hoy que me has anunciado que regresas a ser Mikael, que has decidido terminar la carrera de derecho, abandonar una brillante carrera de pintora. Hoy, con esa fulminante nota que me has dejado en el pizarrón de la cocina, hoy me quedó congelado.
Somos niñas de agua, somos fluidez. Soñamos incluso con tener hijos, con tu embarazo y con la posibilidad de ser un poco más en este infinito de cuerpos. Y así, con todos esos sueños, con todos estos años, así te vas, sin decirme nada. Te vuelves Mikael.
Y yo, me quedo aquí, y me congelo en el llanto de perderte. Y me resquebrajo con el calor de las lágrimas. Y te digo que Juan te extraña, que Flor te extraña, que Agua te extraña. Que Juan va a extrañar el sexo anal que tuvieron, con tu pequeña pero poderosa verga. Que Flor va a extrañar los juegos con dildos en los que te amarraba y te penetraba dos veces, en los que la lengua y el látex lo eran todo. Y Agua se deshace en llanto porque su cuerpo se siente más frío, más solo, más duro y rígido, hecho hielo.
Me has dejado tus cuadros, la ropa de mujer, las fotos, las cartas, toda la vida juntas, toda ella me la has dejado. Te has llevado lápices, plumas, computadora, licuadora, microondas, televisión y ya. Apenas ayer sonreíamos, celebrando diez años de ser niñas de agua. ¿Qué pasó? ¿Por qué te has ido?
Nadie, nunca, fue como nosotros. A quién amará Mikael, con quién será tan radicalmente libre. ¿Y por qué estoy escribiendo esto si no vas a leerlo? ¿Por qué te cuento nuestra vida si has deseado olvidarla? Intenté llamarte, no hubo respuesta.
Está sonando el teléfono... voy a contestar. Sé que al descolgar la bocina, de mis infinitos, no quedará nada. Uno contestará el teléfono... Cuando vuelva sólo ese Uno firmará esta carta. Soledad... Mikael... lo que más me duele es que te llevaste mi incoherencia.

*NOTA: Había olvidado que escribí este cuento. Supongo que es de esa época en la cual la persona que soy hoy era meramente una fantasía. 



domingo, 15 de octubre de 2017

Soñar conmigo.


#OctubreTrans2017

Hoy me levanté descansada como hacía meses, quizás años, que no ocurría. Hoy me levanté sin alarmas; sin esos reiterados fracasos a los que les acompañan nueve minutos de mal dormir seguidos de un zumbido. Hoy me levanté con la calidez de un Sol que me arropaba el rostro mientras yo me permitía una sonrisa. Hoy me levanté en calma y sin sentir ese estrés que me hace correr todo el día. Hoy me levanté y me sentí en una playa nadando en la dicha. Hoy tuve un sueño soñado desde un realismo mágico y ese sueño fue bello.
Hoy soñé muchas cosas pero, entre todas ellas, me encontré soñando con una ciudad sobreviviendo a un sismo. Esa ciudad era ésta pero no del todo. Y en esa ciudad yo vivía pero yo no era yo. Y a esa ciudad yo llegué porque estaba viajando. Pero yo no iba sola y yo, aun viajando entre sueños, te sabía conmigo.
Ese sueño viajero lo planeamos las dos. Lo planeamos sentadas frente a una mesa que yo no conozco y en un extraño lugar que era, empero, muy mío. Recuerdo ese suelo amarillo de loza. Recuerdo esa luz que se colaba a través de una cortina que cubría una ventana que estaba al final de ese pasillo que conectaba la puerta de entrada con el comedor. Un comedor por cierto muy rústico y algo vacío ya que en éste habían unas cuantas cajas y una mesa pequeña cuya sencillez coqueteaba con casi decir “Casa Blanca”.
Allí estábamos las dos, acompañadas solamente de una palmera genérica que vivía en una maceta igualmente genérica. Y, con todo lo escueto del recuerdo, casi juro que era la Roma. Allí las dos tomábamos el té en grandes tazas. Y allí fraguamos el viaje y el sueño. Expedición antropológica por antonomasia, viajaríamos a nosotras mismas. Nos haríamos una visita impertinente e inesperada.
No sé bien cómo pasó pero así fue. La primera parada en este viaje nos llevó conmigo. Fue a la vez familiar y sorprendente ver esta ciudad en un 1987 con unas cicatrices todavía frescas pero no tanto como las nuestras –las nuestras del ahora porque esas cicatrices fueron también nuestras pero en otro tiempo–. Fue curioso ver un Parque México con menos perros y más niños. Fue curioso ver a La Condesa callada y bohemia, pobre y algo despoblada, menos moderna y algo más serena. Y, sin embargo, allí estaban las fuentes y las eternas tortas del parque, esas tortas de pierna adobada que llevo años sin degustar, precio de este vegetarianismo elegido.
Allí estaba esa fuente que tantas veces mi padre ha narrado como “un sauce de cristal, un chopo de agua, un alto surtidor que el viento arquea”; Octavio Paz en la interpretación de mi padre. Y ahí estaba yo gozando de ese parque que aún ahora me acompaña. Gozándolo en sus senderos, gozándolo con su lago de patos y ese puente elevado y semicircular que por años amé cruzar con la bicicleta.
Pero en 1987 yo no sabía andar en bicicleta, eso aún no pasaba. Lo que sí estaba era la feria, esa feria de mi niñez que estuvo frente a la fuente de acuario, de la mujer desnuda. Yo estaba allí ganando algún premio feo pero bien ganado, ganando algún juguete que por su precio y sencillez habría sido más fácil comprar que ganar pero que allí adquiría otro sabor pues se le ganaba o se le perdía en función del esfuerzo y la tenacidad y, finalmente, de eso iba todo.
Allí me viste y te sorprendió todo. Primero te sorprendió el mundo. La ropa –sobre todo la ropa– y el cabello, luego los carros y los camiones y la peste. Allí sentimos unas miradas que nos recordaron el paso del tiempo. Treinta años no pasan en vano. Allí éramos foráneas de una decencia, una moral y un vecindario. Allí, entre los Ruta 100, los Burguer Boy, los Tom Boy y los Danesa 33, éramos cuerpos imposibles que andaban sin saberse sórdidos y abyectos. Te digo que treinta años no pasan en vano.
Fuese como fuese, ahí estábamos. Me viste y te sorprendió verme. A mí también me sorprendió verme. Ese eterno corte de honguito y esa ropa limpia eran el sello distintivo de aquel tiempo. Así me recuerdo antes de que los uniformes arruinaran mi infantil sentido de la moda. Portando ropa con personalidad, incluso si esa personalidad era ochentera y recargada. Llevaba mi playera anaranjada con un conejito sonriente a la altura del pecho.
¡Tu cabello era medio rojo!, ¿no?, me preguntaste exclamando. Te dije que sí, que un poco, un rojo oscuro en todo caso. Primera y única vez que así fue. Luego serían los tintes los que me regresarían a ese tono. Te dije que fueses a saludarme, que yo no podía. No podía si quiera imaginar ver a mi madre o a mi padre en sus treintas tempranos. Los recuerdo así, los miró de vez en cuando en las fotos, pero, como te dije, no sé si podría mirarlos de cerca y actuar como si nada.
Tú te acercaste a la feria, compraste un algodón de azúcar. Mientras lo hacías pensé que nada era más trans que un algodón de azúcar, con ese rosa, con ese azul. Nos falta el blanco en todo caso, me dije. Pero allí estabas, flanqueada por una esponjosa bandera trans y a escasos pasos de mi yo infantil.
Te miré con curiosidad, supongo que por obvias razones. Te miré y no disimulé la mirada como suelen hacerlo los niños. Volteé a ver a alguien pero desde la distancia en la que me encontraba, mirándome mirarte, no supe si miraba a mi padre, a mi madre o a mi abuela. Vi que te me acercaste y me dijiste algo y luego yo me alejé rápido y tú cruzaste la calle y caminaste a mi encuentro.
¿Qué ha pasado?, te pregunté. Me dijiste que sólo me habías saludado. Que me dijiste Hola pequeña Siobhan. Y que yo te hice un gesto y que te había dicho que así no me llamaba; después de eso me había marchado. Me sonreí. En efecto, así no me llamaba, aún no.
Nos despedimos de ese parque, de ese tiempo. Volteé a verme y me despedí de mí misma. Susurré en voz baja un hasta luego, chica. Disfruta este momento, añadí, vendrán años difíciles. Volví a repetir en voz baja “chica” y me dije: aún no, no todavía, o quizás sí, antes de los años de olvido; antes de esos años en que olvidamos porque fue necesario olvidar, cuando lo sabíamos con una claridad que no tenía el léxico pero sí la fantasía.
Viajamos hasta un muy reciente 2007. Reciente para mí porque tú tenías trece años. Yo para entonces ya estaba en el doctorado, daba clases en la Facultad de Ciencias y comenzaba una carrera académica en el área de género. Para mí, 2007 fue como un vistazo al ayer. Para ti no. Si esos treinta años me habían parecido una vida, esos diez años me parecían un parpadeo. Curioso, curiosísimo. Casi diría que era la misma persona pero no es verdad. 2007 es parte de los años del olvido aunque era sólo un año antes de que comenzaran las fracturas de esa desmemoria a través de la fantasía, un año antes de “El tatuaje de Simón”.
Yo no voy a contar tu historia, eso te corresponde hacerlo a ti. Sólo diré que para ti esos diez años sí han sido todo. Y, cómo no, estabas en la secundaria. Y no sólo estabas en la secundaria, estabas en esos años del contraste con este presente que eres ahora. Te viste y tu cara se volvió indescriptible. Me reí enternecida. Cada uno, cada una, es su propio proyecto de vida pero hay veces que el futuro no se parece al futuro proyectado, una se vuelve entonces un futuro más futurista de lo jamás imaginado. Y eso te pasó al verte, te diste cuenta de eso. Pero fue bello.
Fue mi turno de acercarme a saludar y, si bien ya no éramos tan foráneas de la decencia y moralidad de esa época, aquí el problema era otro, porque una cosa es saludar a una criaturilla de cinco años y otra a una –¿un?– adolescente de fervorosa fe. Aun a sabiendas de eso me aproximé a ti y te saludé pronunciando tu nombre, tu nombre de ahora, con una ensayada timidez de quien cree reconocer a alguien pero no está seguro.
No me respondiste nada pero sí me miraste, primero con duda y sorpresa, luego con extrañeza y algo de desdén pues encarnaba y encarno lo que a ti, en ese entonces, no te había hecho gracia. No dijiste nada y te fuiste lanzando un gesto. Tu imagen y tu caminar en nada se parecen a tu imagen y tu caminar. Tú y tú son contrastes bien marcados. Gracias a Dios por los tiempos verbales o describir esto sería un desastre; así fuiste y ya no eres y esto que eres no lo fuiste siempre.
Pero en ese gesto creí mirarte, a ti antes de ti, bufona y poderosa, anticipándote a ti misma, prefigurándote. En ese gesto creí detectar unos ojos que se reconocieron a sí mismos y quizás reconocieron esta amistad que en ese entonces no existía y habría resultado imposible. Me tildaste de loca cuando te lo dije, me dijiste que no empezara con eso del cigoto trans, con esa preformación transnatalista que dice que siempre hemos sido la misma persona. Esa no es mi historia, me dijiste, y por eso yo no la narro y sólo atisbo un comentario que quizás lee de más.
Te invité un café, aún en ese 2007, y fuimos a una Condesa que ya tenía vida pero que no era como es ahora. Fuimos al café que en ese entonces me gustaba, sobre Avenida Tamaulipas; ese café que frecuenté por años y que aún recuerdo con sus imágenes de los Beatles y de Van Gogh.
Mientras discutíamos la experiencia retornamos al presente, al presente del sueño, a ese departamento en algún rincón de la colonia Roma. A ese presente con su palmera genérica viviendo dentro de su maceta genérica, a ese presente con la sencilla mesa y la luz matinal que se filtra por la ventana. A ese presente de ensueño donde se viaja en el tiempo. Donde se transitan los tiempos como se transitan los senderos.
Finalmente me levanté, descansada como hacía meses, quizás años, que no ocurría. Me levanté sin alarmas. Con la calidez del Sol en el rostro sonriente. Me levanté dichosa. Me levanté en calma. Había soñado, había soñado conmigo.